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martes, 25 de noviembre de 2014

La huella de la historia


El triunfo del sentimiento y la libertad frente a la tiranía de la normatividad y la frialdad de la razón, lo representó el Romanticismo. El artista romántico aspiró a ese legendario mundo de refugio místico propio de la Edad Media, donde las ruinas góticas representaban el culmen de aquel tiempo lejano y desconocido. Este retorno al pasado medieval fue utilizado como reacción a la férrea dictadura de la razón que había representado el Siglo de las Luces. Se llevó el arte a tiempos remotos donde historia y leyenda se confunden; un mundo ignorado, pero al mismo tiempo, añorado.



La ruina es uno de los símbolos más sublimes de nuestra admiración por lo legendario. Contemplamos la ruina desde dos perspectivas opuestas: por un lado, la visión catastrófica y pesimista de la historia, donde la fragilidad del monumento perece frente al transitar de los siglos y los desastres humanos, y sus restos subsisten como un recordatorio de la fugacidad de la vida y su incapacidad para vencer al tiempo. Por otro lado, y desde un punto más coherente al sentimiento romántico: la visión de la ruina como triunfo de la inmortalidad del arte, en el que sus restos se erigen desafiando al tiempo.


La ruina es el resultado del despojo del tiempo sobre lo superfluo; un saqueo de los siglos que deja al desnudo su parte esencial. La ruina no es sólo la ceniza que nos lega el tiempo, sino también la nostalgia de lo que antes fue, y ahora no es,  es decir, de un esplendor pasado perdido. Así como sucede con la ruina, ocurre con la leyenda, es decir, solo podemos acceder a una parte destruida que es testigo del pasado. La ruina nos lega, pues, la huella de la historia. Representa la visión de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Una época sólo accesible a través de la leyenda y la fantasía.



La belleza del Antiguo Egipto, de la Antigüedad Clásica o de la Edad Media, no solamente se encuentra en el esplendor de los monumentos que antes se mostraban en altivas colinas o centros de grandes urbes, sino también en aquellas piedras que soportaron el devenir de la historia, y que ahora forman una síntesis con la propia naturaleza. La ruina, es pues, el vestigio de su antigua grandeza tallada por la historia.



Anatomía de la perversión


Puesto que nuestra realidad estaba más que superada por la fotografía y el cine, los artistas del surrealismo entendieron que debían recurrir a la enorme riqueza del inconsciente y darle rienda suelta a su imaginación. Así, podemos permitirnos, como el pintor Magritte, imaginar un espejo que refleja la imagen de espaldas de un personaje que le muestra su cara; o un reloj cuyo segundero, de repente, se mueve en dirección contraria a la acostumbrada. Esta sensación desconcertante que perturba nuestra rutina, origina el sentimiento de lo siniestro; una incompatibilidad entre lo que nos era familiar y nos retorna extraño y sombrío.



Sin embargo, lo siniestro por antonomasia lo experimentamos en el muñeco; un objeto que en nuestra más tierna infancia le suponíamos vida autónoma, pero cuando esta idea regresa a nuestra vida adulta se convierte en una experiencia diabólica, contraria a aquel paraíso perdido de la niñez.



La obra surrealista de Hans Bellmer (1902-1975) es característica de este fenómeno inconsciente. Sus deformes muñecas-maniquíes que recogió en su obra fotográfica, se sitúan en el límite entre lo vivo y lo no vivo. El artista parece que tuvo la intención de dar a creer que sus muñecas poseen vida, algo que viene reforzado por sus posturas marcadamente complejas y sus gestos cargados de erotismo desinhibido. Pero por otro lado, al artista no le incomoda acentuar el mecanismo artificial de las articulaciones de estos maniquíes. Entonces, ¿dónde surge lo siniestro en estas obras? Esa extrañeza viene originada no por estas muñecas sino por el espacio donde se ubican. La muñeca-maniquí aparece en un lugar familiar e íntimo del corazón de una casa, como lo puede ser una escalera. Esta presencia de lo extraño en lo íntimo origina lo siniestro.



Esta nueva estética del siglo XX liberaba los deseos e instintos reprimidos del inconsciente, emergiendo por encima de una sociedad que manifestaba un yo malherido. Las fatídicas muñecas, cuyas amputaciones y deformidades escandalizaban el cuerpo ideal del régimen nazi, le llevaron, junto al resto de artistas modernos, a ser considerado por el III Reich como un artista degenerado.



Álex Bernal