Un
estallido de colores electrónicos. Acrílico, en vez de óleo. Plástico o madera
brillantemente pintada, en lugar de bronce o mármol. Los materiales y soportes
del arte pop suponen un cambio respecto a los que se utilizaban en la tradición
artística. Un cambio coherente con sus presupuestos expresivos y temáticos:
utilizar las mismas técnicas que el diseño industrial, la publicidad y los
medios de comunicación, ocuparse de las imágenes y figuras omnipresentes en
esos ámbitos de la cultura de masas.
La
imagen clara, que reproduce fielmente
el lenguaje simple y directo de los
medios, sustituye a la complejidad gestual del inmediato expresionismo
abstracto, contra el que reacciona. O la complejidad formal y expresiva de las
vanguardias históricas.
El
referente no es ya la naturaleza, como en la tradición clásica. Pero tampoco la
innovación expresiva, formal, como en las vanguardias. Con el pop, el arte
imita los productos y procedimientos de la cultura de masas.
Ni
siquiera se mantiene el halo romántico del artista rebelde. El artista pop es un operador cultural, un experto de la
imagen masiva. La aparición del arte pop en los países anglosajones, en los
inicio de los años sesenta, significa, tras el agotamiento definitivo del ciclo
de las vanguardias, el comienzo de nuestra verdadera contemporaneidad
artística.
El
radicalismo de la vanguardia se había convertido ya en otra tradición, superpuesta al clasicismo. Y
la mirada pop había sabido escrutar el signo de los tiempos, tras la catástrofe
de la Segunda Guerra Mundial: nivelación del status material y cultural de la
población, exaltación del estilo de vida de las clases medias.
Como
es sabido, pop es una abreviatura de popular, pero tal y como se entiende este
término en la cultura anglosajona actual. Sin que ese adjetivo tenga nada que
ver con un sentido antropológico o folclórico. Alude a los fenómenos
corrientes, cotidianos y, por tanto, populares,
de la cultura de masas.
El
hombre medio en las sociedades de
masas de la posguerra seguía sintiendo una gran distancia respecto al Arte o la Cultura, con mayúsculas. Mientras que su universo cultural estaba
constituido por el flujo audiovisual envolvente del diseño, la publicidad, los
medios de comunicación, el cine y los cómics.
Los
artistas pop dieron un paso importante: ocuparse de los nuevos signos que salen
cada día al encuentro del hombre de nuestro tiempo. De este modo, el arte se aproxima a la vida. Aunque
lo hace reproduciendo miméticamente lo existente. La cotidianidad de una
cultura estructurada sobre la redundancia comunicativa y la sobrecarga de
información superficial. Con la marca de lo artificioso.
El
arte pop es un espejo. Si miramos el collage de Richard Hamilton ¿qué es lo
que hace los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos? (1956), uno de
los primeros emblemas pop,
encontramos un espacio configurado por un amontonamiento abigarrado de objetos.
En esta pequeña gran obra maestra podemos ver, inscrito en la imagen, el propio
término: pop.
Es
una imagen especular: un interior, cualquier interior, de clase media. La ironía del título nos habla precisamente de la
homogeneidad, del carácter intercambiable, de esos espacios materiales y de la
imaginación en la sociedad de masas contemporánea.
Y
el supuesto atractivo alude a la
pretensión de modernidad del diseño
de interiores, tanto como a la inevitabilidad del electrodoméstico. Los
cuerpos, en cambio, parecen espectrales, sin vida.
El
contrapunto más intenso respecto al arte inmediatamente anterior, al espíritu heroico de la vanguardia, lo encontramos
al comparar esta imagen con la de otro interior: la del estudio de Piet Mondrian.
La
sobriedad y ascetismo del artista de vanguardia, ensimismado en su búsqueda
espiritual, queda ya tan lejos como el arte de los griegos. El mundo en torno
se ha hecho completamente otro, y la búsqueda de los artistas se ve
profundamente alterada por esa transformación. El arte tendrá que integrarse y competir con la esfera de la
comunicación y el consumo, aproximarse a las nuevas formas de vida, para así
poder cumplir con su mandato social, con su destino público. Éste es el
aspecto más importante que trae consigo la emergencia del arte pop: la toma de
consciencia definitiva de los cambios culturales y sociales y, en consecuencia,
la nueva ubicación del arte.
Los
años sesenta suponen el punto de inflexión en un proceso que acompaña el
desarrollo de las sociedades de masas desde sus inicios, y del que la propia
vanguardia había sido consciente, aunque sólo de modo incipiente: la estetizacion de la vida.
En
algunos casos, en la época de las vanguardias, se había considerado ese aspecto
como un síntoma de la posibilidad de romper las fronteras entre arte y vida.
Como un anuncio de la gran utopía:
universalización del arte o formación de una sociedad estética y, tras ello, moral.
Pero
el sueño de la vanguardia sobrevaloraba la capacidad del arte para orientar y
dirigir ese proceso de estetización.
De modo alternativo, la primera comprensión profunda del alcance y la importancia
de la estetización de la vida para
llegar al poder, según acabamos de ver, fue protagonizada en los años treinta
por los fascismos, y se convirtió en uno de los elementos principales que hizo
posible su auge y expansión.
La
estetización de la política y de sus
formas de transmisión pública fue un factor crucial en la configuración de una
masa social homogénea, que encontraba sus espacios de sentido en la palabra de los conductores y del líder máximo. Los
totalitarismos de distinto signo pudieron así configurar una sociedad
fuertemente integrada, gracias a un impresionante empleo de las técnicas de
propaganda y persuasión, y de los más diversos soportes estéticos.
El
proceso tuvo su continuidad en las democracias de la posguerra, aunque lógicamente
en un contexto de liberalismo político y económico en lugar del anterior marco totalitario.
Una continuidad que revela un mismo fundamento estructural: la sociedad de
masas, independientemente de las particularidades y diferencias.
Si
tras las dos guerras Europa había quedado destruida, el ciclo económico
expansivo que se abría en Estados Unidos permitía un crecimiento espectacular
de los mercados. El consumo de masas, propiciado por el desarrollo de nuevas
técnicas de venta, y de modo muy especial por un invento diabólico: el de las ventas a plazos, se convierte en el estandarte
ideológico de la época. Todo se vende y se consume: no sólo los bienes
materiales, también la información
que invade y uniformiza el ocio. Y, desde luego, también la política.
Es
en ese marco cultural donde nacen las propuestas del arte pop. Contemplado
desde hoy, el pop conllevaba una importante dimensión añadida: la plasmación en
la esfera artística de esa expansión generalizada del modo de vida americano (american way of life) producida por la
hegemonía militar, política, económica y tecnológica de Estado Unidos. La
palabra clave es americanización del
mundo.
Frente
a los desgarramientos trágicos de las sociedades europeas, esa expansión
implicaba un ideal de nivelación social. Andy
Warhol (1975, 111) escribió: Lo bueno
de este país es que América empezó la tradición por la cual los consumidores
más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Puedes estar
mirando la tele y ver Coca-Cola, y puedes saber que el Presidente bebe
Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y piénsalo, tú también puedes beber
Coca-Cola. Una Coca-Cola es una Coca-Cola y ninguna cantidad de dinero puede
brindarte una mejor Coca-Cola que la que está bebiendo el mendigo de la
esquina. Todas las Coca-Colas son iguales y todas las coca-Colas son buenas.
El
ideal de vida americano conlleva, en efecto, y en ningún caso es un factor a
menospreciar, la universalización del consumo, un ejercicio sin restricciones
del mismo. Algo que se ha mantenido vigente hasta nuestros días, y que no deja
de estar directamente relacionado con el estrepitoso derrumbe del socialismo real. Está claro que el
ejercicio material, efectivo, del consumo depende del dinero que se posee. Pero,
sobre todo a través de las distintas posibilidades de pago aplazado, no cabe
duda de que el capitalismo desde los años sesenta en adelante consiguió
estabilizar una estructura bastante expansiva, casi generalizada de consumo,
con la excepción de las capas marginales de pobreza, existente en las
sociedades industrializadas. Es curioso, sin embargo, el caso de las sociedades
del Tercer Mundo, en las que con
procedimientos específicos también se impone una estructura generalizada de
consumo, a pesar de la pobreza, en algunos casos extrema.
Este
potentísimo mecanismo del sistema económico internacional se ve reforzado en el
plano ideológico por esa expansión niveladora del consumo, en cuyo seno es
verdad que está presente esa dimensión de igualdad, de nivelación democrática,
que se hace patente en el texto de Warhol. Pero aquí la igualdad busca la
repetición y la serialidad, que es lo que permite multiplicar el beneficio, y con
ello destruye la singularidad, la particularidad, y en el plano ideológico y
cultural segrega una intensa tendencia a la uniformidad, a lo homogéneo.
Esa
universalización del consumo acaba actuando como uno de los aspectos
determinantes de la frustración del ideal artístico de la vanguardia clásica Si
las vanguardias propugnaron, con formas y acentos diversos, el ideal de la universalización
del arte, un ideal de expansión de la creatividad, el pop acepta que ese ideal
es irrealizable. E, integrando el arte en la esfera de la comunicación y el
consumo, hace patente esa universalización del consumo, que desde el punto de
vista cultural implica el incremento de la receptividad pasiva, y no de la
creatividad.
Además
de todo lo dicho, la americanización del
arte tiene que ver, también, con el desplazamiento definitivo de su centro de
gravedad desde París a Nueva York, como consecuencia del final de la guerra y
de la progresiva implantación del arte moderno en Estados Unidos.
En
un plano específicamente estético, el arte pop supone la toma de consciencia y
aceptación de la posición jerárquica de la técnica respecto al arte, de su
dependencia de ella. Lo que entraña una auténtica inversión del modelo
tradicional. ¿Cómo seguir privilegiando espiritualmente
la destreza manual, la capacidad de resonancia corporal, del artista frente a
las nuevas posibilidades expresivas abiertas por el universo mecánico, por la
técnica?
Ése,
y no otro, había sido el horizonte en el que surgieron las vanguardias
artísticas. Que pretendieron, simultáneamente, apropiarse de las
potencialidades de la técnica y seguir manteniendo, en una perspectiva
renovada, la jerarquía del arte respecto a la misma.
Si
la tradición clásica operaba con una concepción de la mímesis artística como imitación
de la naturaleza (y de su transposición cultural: mitología, historia…), la
vanguardia, como hemos visto, aparte del agotamiento academicista de la
tradición, de la quiebra de la mímesis clásica.
Los
efectos de ese planteamiento conllevan un fuerte desplazamiento de la mímesis: impugnación de toda idea de
validez de un canon estético. Y,
consiguientemente, apertura de un proceso de investigación lingüístico-formal
sin límites. Las ideas de innovación y ruptura sirven de correlato a una
concepción del arte como espacio de cristalización de la más plena libertad
humana, creativa. Frente al carácter redundante, repetitivo de la técnica, el
vanguardismo podía, así, seguir reivindicando a pesar de todo la supremacía del
arte: como esfera de la invención, del descubrimiento, de la ruptura.
En
lugar de todo esto, el arte pop supone el reconocimiento sin complejos de la
supremacía de la técnica respecto a la innovación artística. Del papel
secundario y derivado del arte en relación con el impacto cultural de la
técnica aplicada a los diversos canales de la cultura de masas.
A
la pregunta ¿Qué es el arte pop?, Roy Lichtenstein respondía, en 1963: No lo sé, la utilización del arte
publicitario en la pintura, supongo. Y Gerald Malanga, un amigo de Warhol,
tras examinar su colección de fotografías, escribió en 1971: En estas fotos, Andy pirateaba
estilísticamente los medios de comunicación y el arte publicitario, elaborando
y documentando una técnica y una visión de segunda mano.
La
cuestión es importante. Implica la experiencia de algo que no ha hecho sino
agudizarse después: el desplazamiento del arte, la pérdida de su autonomía
creativa en el contexto de la cultura de masas.
Es
más, sin el soporte de los distintos canales de información y comunicación de
masas, el arte habría dejado de existir en nuestro mundo: no existe un soporte
alternativo, distinto al de los medios. Por eso los itinerarios del arte
contemporáneo son indisociables de su plasmación y transmisión comunicativa.
Si
bien es cierto que ese soporte, necesario para hacerse presente, tiene un efecto devastador sobre las imágenes
específicamente artísticas, tal y como éstas eran concebidas por la tradición
clásica y por la vanguardia: las distorsiona, las fragmenta y las hace
homogéneas.
Los
artistas pop introdujeron como idea la indistinción de los objetos de la
cultura de masas y los productos artísticos, dando así un paso más respecto a
Duchamp, que siempre mantuvo la diferencia entre obras de arte y ready-mades.
En
1965, Claes Oldenburg afirmaba: Nunca he diferenciado entre un museo y una
ferretería. Me refiero a que me gustan los dos, y quiero combinarlo. Frente
a cualquier consideración de la dificultad
del arte, se reivindica su fácil aprehensión, incluso su vulgaridad. Como en el
caso de Robert Indiana (1963), para quien el atractivo del arte pop podía tener tanto alcance como variedad; es la
gran pantalla. No es el latín de la jerarquía, es vulgar.
Naturalmente,
todo ello produce una fuerte nivelación estética. El brillo de la diferencia,
en donde tiene su eje fundamental el ejercicio crítico del juicio estético,
desaparece.
Y
la homogeneización formal está en relación directa con la repetición
estereotipada de las conductas, que acaba convirtiendo a los seres humanos en máquinas:
Todo el mundo tiene el mismo aspecto y
actúa de la misma forma, y ésta es una situación que se agudiza
progresivamente. Creo que cada persona debería ser una máquina (Warhol,
1963).
Lo
dije antes: el arte pop es un espejo. Y con la frialdad del vidrio nos da, sin
distancia alguna, una réplica plural y redundante de la cultura contemporánea.
Es
un arte intensamente desideologizado.
No sólo asume la indiferenciación formal, sino que rechaza la idea de la
responsabilidad moral del arte. En 1966, Robert
Rauschenberg declaraba: El Arte Pop
liberó a nuestro arte de la contaminación que
suponía la tendencia a la conciencia.
Si
quisiéramos elegir la obra ‘más
significativa’, el mejor emblema del arte pop, de la forma en que hace
patente la tendencia a la nivelación, a la indistinción de la imagen,
convertida en elemento de consumo masivo, yo propondría una entre las diversas
variantes de la lata de sopa Campbell’s
(1962), de Andy Warhol.
Yo soy esa lata. Y tú,
que me estás leyendo, también. Así explicó el propio
Warhol, en 1963, por qué empezó a pintar latas de sopa: Porque yo tomaba esa sopa. Comí lo mismo todos los días durante veinte
años creo, lo mismo una y otra vez. Alguien dijo que mi vida me ha dominado y
esa idea me gusta.
La
vida domina, domina el arte. Warhol es un buceador que se lanza al rescate de
las imágenes diluidas en las aguas ácidas de lo moderno. Pero a diferencia de
otros artistas pop, en sus imágenes apenas hay ironía. Ni distanciamiento. Y
sí, en cambio, inmovilización. Todas las intervenciones de Warhol: las
películas, las serigrafías, la narcisista y continua estetización de sí mismo, son, en realidad, naturalezas muertas.
Naturalezas
muertas en un mundo que incesantemente nos fuerza a vivir la naturaleza como
artificio, que instituye como naturaleza
un imperio de signos. En ese mar bucea Warhol. En él reside la clave de su
procedimiento estético, tan significativo para comprender la situación del ser
humano y su transposición a la imagen en el mundo actual.
He
ahí el núcleo de su poética: parar, detener la vida, cuando ésta se ha hecho
más vertiginosa y móvil que nunca.
La imagen quieta, detenida, cuando nuestra percepción se había acostumbrado a
su vivacidad, adquiere así un registro espectral. La imagen en serie,
redundante, extraída del fuego líquido, del ardiente bombardeo de la cultura de
masas, y congelada con el hielo inmovilizador de una mirada hipnótica.
En
las imágenes de Warhol, la vida es ausencia. El viraje monocromático o la
intensidad violenta, electrónica, de la cuatricromía, destruye todo aliento en
el color. Desvela lo que, por debajo de la acumulación de fotogramas, o del
ruido monótono de las palabras, se convertirá irremediablemente en olvido y
silencio
La
fugacidad. Vertiginosa. De las imágenes. De la vida. De todos nosotros. De ti y
de mí. Emblemáticamente presentes y ausentes en esa densa alegoría de la
cultura de masas. Tú y yo somos esa lata. Que ni siquiera es lata, sino imagen.
Esa
es, en definitiva, el horizonte del pop. El de la imagen global, el registro en
los canales artísticos (obras, galerías, museos, instituciones) de un proceso
cada vez más agudo de desmaterialización del arte y de estetización (técnica, comunicativa) de la vida.
Desmaterialización
del arte en la medida en que las imágenes se independizan de sus soportes
materiales y circulan, como signos, como espíritus capaces de adoptar los
cuerpos más diversos, a través de todos los circuitos e instancias comunicativas
de la cultura de masas.
Visto
desde ahora, ya con una cierta distancia, y tras su agotamiento expresivo, no
cabe duda de que seguimos todavía dentro de ese horizonte estético. Y por eso
la tensión estética y moral del arte de nuestros días se centra en la búsqueda
de una dimensión propia de la invención artística. En la configuración (difícil
y asediada) de un universo poético y mental, crítico e irónico, alternativo a
la imagen global omnipresente.
José
Jimenez
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