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domingo, 8 de junio de 2014

Pop Art y cultura de masas


Un estallido de colores electrónicos. Acrílico, en vez de óleo. Plástico o madera brillantemente pintada, en lugar de bronce o mármol. Los materiales y soportes del arte pop suponen un cambio respecto a los que se utilizaban en la tradición artística. Un cambio coherente con sus presupuestos expresivos y temáticos: utilizar las mismas técnicas que el diseño industrial, la publicidad y los medios de comunicación, ocuparse de las imágenes y figuras omnipresentes en esos ámbitos de la cultura de masas.
La imagen clara, que reproduce fielmente el lenguaje simple y directo de los medios, sustituye a la complejidad gestual del inmediato expresionismo abstracto, contra el que reacciona. O la complejidad formal y expresiva de las vanguardias históricas.
El referente no es ya la naturaleza, como en la tradición clásica. Pero tampoco la innovación expresiva, formal, como en las vanguardias. Con el pop, el arte imita los productos y procedimientos de la cultura de masas.
Ni siquiera se mantiene el halo romántico del artista rebelde. El artista pop es un operador cultural, un experto de la imagen masiva. La aparición del arte pop en los países anglosajones, en los inicio de los años sesenta, significa, tras el agotamiento definitivo del ciclo de las vanguardias, el comienzo de nuestra verdadera contemporaneidad artística.
El radicalismo de la vanguardia se había convertido ya en otra tradición, superpuesta al clasicismo. Y la mirada pop había sabido escrutar el signo de los tiempos, tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial: nivelación del status material y cultural de la población, exaltación del estilo de vida de las clases medias.
Como es sabido, pop es una abreviatura de popular, pero tal y como se entiende este término en la cultura anglosajona actual. Sin que ese adjetivo tenga nada que ver con un sentido antropológico o folclórico. Alude a los fenómenos corrientes, cotidianos y, por tanto, populares, de la cultura de masas.
El hombre medio en las sociedades de masas de la posguerra seguía sintiendo una gran distancia respecto al Arte o la Cultura, con mayúsculas. Mientras que su universo cultural estaba constituido por el flujo audiovisual envolvente del diseño, la publicidad, los medios de comunicación, el cine y los cómics.
Los artistas pop dieron un paso importante: ocuparse de los nuevos signos que salen cada día al encuentro del hombre de nuestro tiempo. De este modo, el arte se aproxima a la vida. Aunque lo hace reproduciendo miméticamente lo existente. La cotidianidad de una cultura estructurada sobre la redundancia comunicativa y la sobrecarga de información superficial. Con la marca de lo artificioso.

El arte pop es un espejo. Si miramos el collage de Richard Hamilton ¿qué es lo que hace los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos? (1956), uno de los primeros emblemas pop, encontramos un espacio configurado por un amontonamiento abigarrado de objetos. En esta pequeña gran obra maestra podemos ver, inscrito en la imagen, el propio término: pop.


Es una imagen especular: un interior, cualquier interior, de clase media. La ironía del título nos habla precisamente de la homogeneidad, del carácter intercambiable, de esos espacios materiales y de la imaginación en la sociedad de masas contemporánea.
Y el supuesto atractivo alude a la pretensión de modernidad del diseño de interiores, tanto como a la inevitabilidad del electrodoméstico. Los cuerpos, en cambio, parecen espectrales, sin vida.

El contrapunto más intenso respecto al arte inmediatamente anterior, al espíritu heroico de la vanguardia, lo encontramos al comparar esta imagen con la de otro interior: la del estudio de Piet Mondrian.




La sobriedad y ascetismo del artista de vanguardia, ensimismado en su búsqueda espiritual, queda ya tan lejos como el arte de los griegos. El mundo en torno se ha hecho completamente otro, y la búsqueda de los artistas se ve profundamente alterada por esa transformación. El arte tendrá que integrarse y competir con la esfera de la comunicación y el consumo, aproximarse a las nuevas formas de vida, para así poder cumplir con su mandato social, con su destino público. Éste es el aspecto más importante que trae consigo la emergencia del arte pop: la toma de consciencia definitiva de los cambios culturales y sociales y, en consecuencia, la nueva ubicación del arte.
Los años sesenta suponen el punto de inflexión en un proceso que acompaña el desarrollo de las sociedades de masas desde sus inicios, y del que la propia vanguardia había sido consciente, aunque sólo de modo incipiente: la estetizacion de la vida.
En algunos casos, en la época de las vanguardias, se había considerado ese aspecto como un síntoma de la posibilidad de romper las fronteras entre arte y vida. Como un anuncio de la gran utopía: universalización del arte o formación de una sociedad estética y, tras ello, moral.
Pero el sueño de la vanguardia sobrevaloraba la capacidad del arte para orientar y dirigir ese proceso de estetización. De modo alternativo, la primera comprensión profunda del alcance y la importancia de la estetización de la vida para llegar al poder, según acabamos de ver, fue protagonizada en los años treinta por los fascismos, y se convirtió en uno de los elementos principales que hizo posible su auge y expansión.
La estetización de la política y de sus formas de transmisión pública fue un factor crucial en la configuración de una masa social homogénea, que encontraba sus espacios de sentido en la palabra de los conductores y del líder máximo. Los totalitarismos de distinto signo pudieron así configurar una sociedad fuertemente integrada, gracias a un impresionante empleo de las técnicas de propaganda y persuasión, y de los más diversos soportes estéticos.
El proceso tuvo su continuidad en las democracias de la posguerra, aunque lógicamente en un contexto de liberalismo político y económico en lugar del anterior marco totalitario. Una continuidad que revela un mismo fundamento estructural: la sociedad de masas, independientemente de las particularidades y diferencias.
Si tras las dos guerras Europa había quedado destruida, el ciclo económico expansivo que se abría en Estados Unidos permitía un crecimiento espectacular de los mercados. El consumo de masas, propiciado por el desarrollo de nuevas técnicas de venta, y de modo muy especial por un invento diabólico: el de las ventas a plazos, se convierte en el estandarte ideológico de la época. Todo se vende y se consume: no sólo los bienes materiales, también la información que invade y uniformiza el ocio. Y, desde luego, también la política.
Es en ese marco cultural donde nacen las propuestas del arte pop. Contemplado desde hoy, el pop conllevaba una importante dimensión añadida: la plasmación en la esfera artística de esa expansión generalizada del modo de vida americano (american way of life) producida por la hegemonía militar, política, económica y tecnológica de Estado Unidos. La palabra clave es americanización del mundo.

Frente a los desgarramientos trágicos de las sociedades europeas, esa expansión implicaba un ideal de nivelación social. Andy Warhol (1975, 111) escribió: Lo bueno de este país es que América empezó la tradición por la cual los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Puedes estar mirando la tele y ver Coca-Cola, y puedes saber que el Presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y piénsalo, tú también puedes beber Coca-Cola. Una Coca-Cola es una Coca-Cola y ninguna cantidad de dinero puede brindarte una mejor Coca-Cola que la que está bebiendo el mendigo de la esquina. Todas las Coca-Colas son iguales y todas las coca-Colas son buenas.


El ideal de vida americano conlleva, en efecto, y en ningún caso es un factor a menospreciar, la universalización del consumo, un ejercicio sin restricciones del mismo. Algo que se ha mantenido vigente hasta nuestros días, y que no deja de estar directamente relacionado con el estrepitoso derrumbe del socialismo real. Está claro que el ejercicio material, efectivo, del consumo depende del dinero que se posee. Pero, sobre todo a través de las distintas posibilidades de pago aplazado, no cabe duda de que el capitalismo desde los años sesenta en adelante consiguió estabilizar una estructura bastante expansiva, casi generalizada de consumo, con la excepción de las capas marginales de pobreza, existente en las sociedades industrializadas. Es curioso, sin embargo, el caso de las sociedades del Tercer Mundo, en las que con procedimientos específicos también se impone una estructura generalizada de consumo, a pesar de la pobreza, en algunos casos extrema.
Este potentísimo mecanismo del sistema económico internacional se ve reforzado en el plano ideológico por esa expansión niveladora del consumo, en cuyo seno es verdad que está presente esa dimensión de igualdad, de nivelación democrática, que se hace patente en el texto de Warhol. Pero aquí la igualdad busca la repetición y la serialidad, que es lo que permite multiplicar el beneficio, y con ello destruye la singularidad, la particularidad, y en el plano ideológico y cultural segrega una intensa tendencia a la uniformidad, a lo homogéneo.
Esa universalización del consumo acaba actuando como uno de los aspectos determinantes de la frustración del ideal artístico de la vanguardia clásica Si las vanguardias propugnaron, con formas y acentos diversos, el ideal de la universalización del arte, un ideal de expansión de la creatividad, el pop acepta que ese ideal es irrealizable. E, integrando el arte en la esfera de la comunicación y el consumo, hace patente esa universalización del consumo, que desde el punto de vista cultural implica el incremento de la receptividad pasiva, y no de la creatividad.
Además de todo lo dicho, la americanización del arte tiene que ver, también, con el desplazamiento definitivo de su centro de gravedad desde París a Nueva York, como consecuencia del final de la guerra y de la progresiva implantación del arte moderno en Estados Unidos.
En un plano específicamente estético, el arte pop supone la toma de consciencia y aceptación de la posición jerárquica de la técnica respecto al arte, de su dependencia de ella. Lo que entraña una auténtica inversión del modelo tradicional. ¿Cómo seguir privilegiando espiritualmente la destreza manual, la capacidad de resonancia corporal, del artista frente a las nuevas posibilidades expresivas abiertas por el universo mecánico, por la técnica?
Ése, y no otro, había sido el horizonte en el que surgieron las vanguardias artísticas. Que pretendieron, simultáneamente, apropiarse de las potencialidades de la técnica y seguir manteniendo, en una perspectiva renovada, la jerarquía del arte respecto a la misma.
Si la tradición clásica operaba con una concepción de la mímesis artística como imitación de la naturaleza (y de su transposición cultural: mitología, historia…), la vanguardia, como hemos visto, aparte del agotamiento academicista de la tradición, de la quiebra de la mímesis clásica.
Los efectos de ese planteamiento conllevan un fuerte desplazamiento de la mímesis: impugnación de toda idea de validez de un canon estético. Y, consiguientemente, apertura de un proceso de investigación lingüístico-formal sin límites. Las ideas de innovación y ruptura sirven de correlato a una concepción del arte como espacio de cristalización de la más plena libertad humana, creativa. Frente al carácter redundante, repetitivo de la técnica, el vanguardismo podía, así, seguir reivindicando a pesar de todo la supremacía del arte: como esfera de la invención, del descubrimiento, de la ruptura.
En lugar de todo esto, el arte pop supone el reconocimiento sin complejos de la supremacía de la técnica respecto a la innovación artística. Del papel secundario y derivado del arte en relación con el impacto cultural de la técnica aplicada a los diversos canales de la cultura de masas.

A la pregunta ¿Qué es el arte pop?, Roy Lichtenstein respondía, en 1963: No lo sé, la utilización del arte publicitario en la pintura, supongo. Y Gerald Malanga, un amigo de Warhol, tras examinar su colección de fotografías, escribió en 1971: En estas fotos, Andy pirateaba estilísticamente los medios de comunicación y el arte publicitario, elaborando y documentando una técnica y una visión de segunda mano.




La cuestión es importante. Implica la experiencia de algo que no ha hecho sino agudizarse después: el desplazamiento del arte, la pérdida de su autonomía creativa en el contexto de la cultura de masas.
Es más, sin el soporte de los distintos canales de información y comunicación de masas, el arte habría dejado de existir en nuestro mundo: no existe un soporte alternativo, distinto al de los medios. Por eso los itinerarios del arte contemporáneo son indisociables de su plasmación y transmisión comunicativa.
Si bien es cierto que ese soporte, necesario para hacerse presente, tiene un efecto devastador sobre las imágenes específicamente artísticas, tal y como éstas eran concebidas por la tradición clásica y por la vanguardia: las distorsiona, las fragmenta y las hace homogéneas.
Los artistas pop introdujeron como idea la indistinción de los objetos de la cultura de masas y los productos artísticos, dando así un paso más respecto a Duchamp, que siempre mantuvo la diferencia entre obras de arte y ready-mades.
En 1965, Claes Oldenburg afirmaba: Nunca he diferenciado entre un museo y una ferretería. Me refiero a que me gustan los dos, y quiero combinarlo. Frente a cualquier consideración de la dificultad del arte, se reivindica su fácil aprehensión, incluso su vulgaridad. Como en el caso de Robert Indiana (1963), para quien el atractivo del arte pop podía tener tanto alcance como variedad; es la gran pantalla. No es el latín de la jerarquía, es vulgar.
Naturalmente, todo ello produce una fuerte nivelación estética. El brillo de la diferencia, en donde tiene su eje fundamental el ejercicio crítico del juicio estético, desaparece.
Y la homogeneización formal está en relación directa con la repetición estereotipada de las conductas, que acaba convirtiendo a los seres humanos en máquinas: Todo el mundo tiene el mismo aspecto y actúa de la misma forma, y ésta es una situación que se agudiza progresivamente. Creo que cada persona debería ser una máquina (Warhol, 1963).
Lo dije antes: el arte pop es un espejo. Y con la frialdad del vidrio nos da, sin distancia alguna, una réplica plural y redundante de la cultura contemporánea.
Es un arte intensamente desideologizado. No sólo asume la indiferenciación formal, sino que rechaza la idea de la responsabilidad moral del arte. En 1966, Robert Rauschenberg declaraba: El Arte Pop liberó a nuestro arte de la contaminación   que suponía la tendencia a la conciencia.

Si quisiéramos elegir la obra ‘más significativa’, el mejor emblema del arte pop, de la forma en que hace patente la tendencia a la nivelación, a la indistinción de la imagen, convertida en elemento de consumo masivo, yo propondría una entre las diversas variantes de la lata de sopa Campbell’s (1962), de Andy Warhol.




Yo soy esa lata. Y tú, que me estás leyendo, también. Así explicó el propio Warhol, en 1963, por qué empezó a pintar latas de sopa: Porque yo tomaba esa sopa. Comí lo mismo todos los días durante veinte años creo, lo mismo una y otra vez. Alguien dijo que mi vida me ha dominado y esa idea me gusta.
La vida domina, domina el arte. Warhol es un buceador que se lanza al rescate de las imágenes diluidas en las aguas ácidas de lo moderno. Pero a diferencia de otros artistas pop, en sus imágenes apenas hay ironía. Ni distanciamiento. Y sí, en cambio, inmovilización. Todas las intervenciones de Warhol: las películas, las serigrafías, la narcisista y continua estetización de sí mismo, son, en realidad, naturalezas muertas.
Naturalezas muertas en un mundo que incesantemente nos fuerza a vivir la naturaleza como artificio, que instituye como naturaleza un imperio de signos. En ese mar bucea Warhol. En él reside la clave de su procedimiento estético, tan significativo para comprender la situación del ser humano y su transposición a la imagen en el mundo actual.
He ahí el núcleo de su poética: parar, detener la vida, cuando ésta se ha hecho más vertiginosa y móvil       que nunca. La imagen quieta, detenida, cuando nuestra percepción se había acostumbrado a su vivacidad, adquiere así un registro espectral. La imagen en serie, redundante, extraída del fuego líquido, del ardiente bombardeo de la cultura de masas, y congelada con el hielo inmovilizador de una mirada hipnótica.
En las imágenes de Warhol, la vida es ausencia. El viraje monocromático o la intensidad violenta, electrónica, de la cuatricromía, destruye todo aliento en el color. Desvela lo que, por debajo de la acumulación de fotogramas, o del ruido monótono de las palabras, se convertirá irremediablemente en olvido y silencio
La fugacidad. Vertiginosa. De las imágenes. De la vida. De todos nosotros. De ti y de mí. Emblemáticamente presentes y ausentes en esa densa alegoría de la cultura de masas. Tú y yo somos esa lata. Que ni siquiera es lata, sino imagen.
Esa es, en definitiva, el horizonte del pop. El de la imagen global, el registro en los canales artísticos (obras, galerías, museos, instituciones) de un proceso cada vez más agudo de desmaterialización del arte y de estetización (técnica, comunicativa) de la vida.
Desmaterialización del arte en la medida en que las imágenes se independizan de sus soportes materiales y circulan, como signos, como espíritus capaces de adoptar los cuerpos más diversos, a través de todos los circuitos e instancias comunicativas de la cultura de masas.
Visto desde ahora, ya con una cierta distancia, y tras su agotamiento expresivo, no cabe duda de que seguimos todavía dentro de ese horizonte estético. Y por eso la tensión estética y moral del arte de nuestros días se centra en la búsqueda de una dimensión propia de la invención artística. En la configuración (difícil y asediada) de un universo poético y mental, crítico e irónico, alternativo a la imagen global omnipresente.



José Jimenez

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