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viernes, 6 de junio de 2014

El campo extendido de la escultura (1/2)


La escultura es reconocida como la más clásica de las artes. Esta circunstancia le ha impedido ser un arte vanguardista, condición que sí alcanzaron la poesía, la pintura y la arquitectura.
Para que la escultura pudiera ser moderna y vanguardista, los escultores debieron renunciar a algunas de las cualidades que mejor la caracterizan, tales como el tamaño monumental, la masa compacta, el volumen sólido y opaco, el empleo de materiales nobles, el antropomorfismo o los temas heroicos que trataba, con el fin de poder parecerse a la pintura y conseguir estar a la altura de los éxitos que ésta obtuvo.
Durante las Vanguardias, los grandes revolucionarios de la escultura no fueron escultores sino pintores, como Edgar Degas, Paul Gauguin, Matisse, Picasso, Joan Miró, Max Ernst, Jean Arp, Ivan Puni, Kurt Schwitters, Joaquín Torres García..., es decir, artistas que no se habían formado en la disciplina de tallar y modelar, de esculpir o vaciar, sino que, desprejuiciadamente, aplicaban sus experimentos y procedimientos plásticos para realizar obras que se desarrollaban en tres dimensiones.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la escultura se halla sumida en una duda ontológica: ¿qué es o qué puede ser escultura?
Clement Greenberg, en 1960, en Art and Culture, argumenta que los pintores deben rechazar en su obra lo ‘no pictórico’ para acentuar los rasgos únicos de la pintura que, para él, son el carácter plano del cuadro, los límites de la tela y las propiedades cromáticas del pigmento. Definida así la pintura, como una superficie plana, con contornos determinados por la forma del lienzo y claramente pigmentada, sin caer en ilusionismo ni descripciones, el resto de las obras plásticas que no cumpliera estas condiciones sería otra cosa…., sería, por ejemplo, ‘escultura’.
Veinte años más tarde, en 1979, Rossalind Krauss escribe: ‘En los últimos diez años, se ha utilizado el término escultura para referirse a cosas bastante sorprendentes: estrechos pasillos con monitores de televisión en sus extremos; grandes fotografías que documentan excursiones campestres; espejos dispuestos en ángulos extraños en habitaciones corrientes; efímeras líneas trazadas en el suelo del desierto. Aparentemente, no hay nada que pueda proporcionar a tal variedad de experiencias el derecho a reclamar su pertenencia a algún tipo de categoría escultórica. A menos, claro está, que convirtamos dicha categoría en algo infinitamente maleable’.
En los años 50, en plena ascensión del expresionismo abstracto, nos vamos a encontrar con las primeras reacciones contra las normas pictóricas de Clement Greenberg. Una muestra de esta contestación nos la ofrece Robert Rauschenberg al presentar sobre el plano del suelo un cuadro suyo, de traza expresionista, que sirve de improvisada base a una cabra disecada a la que ha colocado, a modo de flotador, un neumático de automóvil.



Algunos jóvenes artistas que a principios de los años 60 se encontraban descontentos con la tiranía que ejercía el expresionismo abstracto recurren a la representación de objetos cotidianos, pero no los tratan como modelos de bodegones, sino en una interpretación neo-dadaísta que se conocerá con el nombre de ‘pop art’.

Desde el punto de vista meramente escultórico, es interesante destacar que una de las estrategias utilizadas por el pop art consiste en el cambio de escala, lo que consigue agigantando objetos que se presentan aislados, como piezas sueltas, o conformando instalaciones. Algunos de estos objetos pop, realizados por Claes Oldenburg en tamaños gigantescos, han resultado ser particularmente apropiados para convertirse en esculturas que ocupan el espacio público, situándose en calles, plazas y jardines, empezándose así a recuperar la calidad de la escala y la presencia monumental que se habían perdido con las primeras vanguardias.



Donald Judd, que empezó pintando, cuadros cromáticos, planos, sin ilusiones, con el fin de conseguir efectos plásticos sin caer en el ilusionismo introduce pequeñas alteraciones en la superficie, como incrustar un objeto monocromático que produce una sombra real, o colocar unas solapas a la superficie plana del lienzo que, a modo de marco, recrecen esa superficie rompiendo la inicial plenitud de la pintura.

A la vez que Andy Warhol realiza el paso de serigrafiar sobre el papel plano a hacerlo en las caras de un volumen prismático, tomando la obra la apariencia de las cajas de jabón Brillo que se pueden encontrar en un supermercado, Judd pasa de pintar en plano a hacerlo en primas, con o sin relieve, hasta dejar de pintar para construir las cajas prismáticas con materiales que poseen color así como otras cualidades que no son propias del pigmento, sino del material, como la opacidad, el brillo, la transparencia, etcétera.




Para Donald Judd, la mejor manera de no caer en el ilusionismo de representar objetos es mostrar los propios objetos, sustituyendo las apariencias por realidades, y la mejor manera de prescindir de las alusiones es que esos objetos reales carezcan de cualquier posibilidad de parecido con otros, elaborando así una teoría sobre lo que él denominó objetos específicos.
Estos objetos, caracterizados por la especificidad de su geometría, tridimensionalidad y simpleza formal, son construidos como unidades modulares que se presentan generalmente agrupadas en cada obra según diferentes configuraciones, pero que, con su redundancia, concretan unas formas características que tomarán el nombre de Minimal Art.

En la mayoría de las obras de Donald Judd, se ponen de manifiesto su solución compositiva consistente en volver a las formas volumétricas simples, unitarias, que resultan absolutamente evidentes, disponiéndolas no relacionalmente, sino siguiendo progresiones matemáticas o alineadas una tras otra de manera tan neutral autónoma y monótona como el acto de contar. Desposeída de toda significación extravisual, literaria o simbólica, de todo elemento afectivo, así como d cualquier capacidad anecdótica, las cajas de Donald Judd fuerzan al espectador a tomar conciencia de la obra en el espacio que ella define. La repetición, la adición o la yuxtaposición de un elemento neutro y riguroso, realizando industrialmente, concentran toda la intensidad del gesto creador en la distribución elemental que es la finalidad misma de la obra.




Carl Andre parte de obras que pueden ser asimiladas a los objetos específicos de aquél. Pero él piensa que si la pared es el espacio sobre el que se muestra la pintura, ¿por qué se ha de mirar la escultura en la misma posición? ¿Por qué elevar la escultura sobre un pedestal para que el espectador siga mirando al frente?
Su interés por la obra de Brancusi, y especialmente su columna sin fin, se le ocurrió colocar la columna directamente tumbada en el suelo, como si fuera un fuste caído. Surgen así una serie de obras constituidas por una fila de ladrillos refractarios que forman una hilera en el suelo, obligando a los espectadores a mirar hacia abajo para no tropezar con ella. Sobre estas obras, Carl Andre ha comentado: ‘Hasta un determinado momento yo hacía cortes en las cosas. Luego me di cuenta de que lo que estaba cortando era el corte. En lugar de hacer cortes en el material, ahora uso el material como corte en el espacio’
Hacía tiempo que buscaba la ruptura con la verticalidad en su obra, y en ese momento se le ocurrió que ésta debería ser tan lisa como la superficie del agua. Es así como surgen en los últimos años sesenta los Plain, las llanuras formadas por superficies en las que se combinan chapas de dos metales que no levantan más que unos milímetro del suelo pero que cubren extensas superficies y acotan un espacio.




Robert Morris, desde los primeros años sesenta, participa muy activamente en los problemas planteados por Judd y Andre, pero los desborda de muy diversas maneras. Pero ejemplo, creando unos cubos minimalistas que no son ‘objetos específicos’, sino que, al ser construidos con espejos que reflejan el espacio circundante y disolverse visualmente en él, fijan la atención más en lo que reflejan que en sí mismos.
Algunas de sus obras, prismáticas y sobrias, premeditadamente evocan la presencia de cuerpos tumbados o erectos, siendo así alusivas y generando un espacio ‘existencial’ que ocupa el hombre y que llena con sus actos. De esta manera, la atención se traslada de la obra que ocupa el espacio hacia el propio espacio y sus condiciones. En otras obras Robert Morris plantea paradojas sobre la percepción, como sucede con la titulada Tres elementos en forma de ele, constituida por tres grandes prismas blancos, iguales, que adoptan la forma de ele, construidos en contrachapado, con una presencia de dos metros cuarenta centímetros de largo cada brazo.

Las tres piezas son idénticas y se deben ubicar en diferentes posiciones con respecto al suelo. Un de las eles se coloca de pie, con un brazo erguido; la segunda apoyada sobre uno de sus lados, tocando los dos brazos al suelo; mientras que la tercera se apoya, como una uve invertida, sobre el borde de sus dos extremos. Esta colocación de las eles altera visualmente de forma diferente cada una de las piezas, haciendo parecer más grueso el brazo de la L más bajo en la primera unidad, pareciendo los dos brazos idénticos en la segunda o apreciándose inclinados los lados de la tercera. 


La exploración de las posibilidades de permutación de una forma única, en L, permite a Morris demostrar que las formas más rudimentarias exigen ser reconsideradas y resituadas en la práctica’


Otro artista de esta generación, Dan Flavin, comenzará también como pintor.
En un cuadro de 1962 titulado Icon, se aprecia una superficie plana y cuadrada, pintada con un monocromo color rojo y en el borde físico de la pintura, coloca el artista unas filas de lámparas eléctricas que extienden el dominio de lo pictórico fuera de los límites del cuadro hasta el espacio que las lámparas iluminan. Dan Flavin construye sus obras con lámparas fluorescentes que irradian luz de diversos colores.




En un homenaje del artista al pintor Henry Matisse, la obra puede ser entendida como un enorme brochazo de color construido con la luz de las lámparas, mientras que en algunas la estructura cuadrada de las lámparas parafrasea la tópica forma rectangular del cuadro y su bastidor, convirtiendo la pintura en espacio luminoso. Así, a pesar de estar construidas con lámparas fluorescentes, las obras de Dan Flavin no sólo son las lámparas fluorescentes, sino el espacio que ellas iluminan, de tal manera que el espacio es reclamado como material de la escultura. 




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